Y entonces él bajó del cielo

and if there is a god
I know he likes to rock
he likes his loud guitars
and his spiders from mars
–If There Is a God, The Smashing Pumpkins
¿Cómo era posible que él fuera el villano? Esa mirada tan profunda, de lechuza, que si bien acechaba entre el océano de máscaras venecianas y risas juzgonas, también rescataba de la vergüenza con ternura. Sus ojos, con pupilas desproporcionadas y un curioso tono que no se repetía, me hicieron conocer el amor. Era hermoso, imponente, y además cantaba; no todos los hombres están hechos así. Cualquier mito creacionista podría iniciar con él. No por decir que el hombre es un principio, sino por el aura de misterio y dualidad que traía consigo.
Así lo vi por primera vez, para el cine —o mejor dicho, la micropantalla de la camioneta que nos llevaba a Veracruz—, con peluca, maquillaje y ropas ajustadas, entre marionetas hechas con maestría, en un mundo de fantasía que a veces me gustaría que fuera realidad.
Dado el encanto que produjo su aparición en la pantalla, un día papá llegó con un CD de sus canciones. En la portada, entre tonos azules, su rostro, a multitudes, como collage, tomaba el centro de la imagen. Su mirada era tan clara como la que le soltaba a la joven Sarah en la película para rogarle su amor. Me atravesó como si hubiera sido la daga en manos de una Montesco persiguiendo la eternidad. No había escuchado más que una canción, por ser una colaboración con una banda que ya conocía, pero era mi destino, pues, oficialmente, era un pobre niño enamorado de una leyenda del rock.
Redobles y sonidos atmosféricos le daban entrada al álbum y a una historia de un astronauta, perdido en la inmensidad del espacio exterior, despidiéndose del mundo que, desde afuera, sublimado, parecía perder su valor. Ese era yo, ahora consciente de él. Fuera de todo, perdido en la inmensidad de su figura. No había mejor. Lo vi a detalle en internet. En la portada de uno de sus álbumes usaba un vestido y el pelo largo, en otro, un rayo de maquillaje rojo partía su rostro hacia su mejilla izquierda y así todo lo demás. Güero, pelirrojo y grisáceo. Su cabello cambiaba con cada fotografía que llegaba a mirar; sus atuendos, aún más. Eran sus personajes, decían las páginas web. Todo un camaleón, le adjetivaban algunos. Mitos formulados del estudio al escenario y de regreso. Cada álbum, una historia, una persona distinta; y él, siempre apuesto. ¿Cómo era eso posible? ¿Podría serlo yo? No el convertirme en leyenda, el cambiar de piel como si fuera ropa. No lo sabría sino hasta después. Mi respuesta sería sí, pero, mientras tanto, deseaba verle en el escenario, tomando el control de toda la gente bajo la tarima.
En 2004 una arteria bloqueada, suya, me quitó las posibilidades. Se retiró de los escenarios. Yo no tenía conciencia de ello, y no pisaría un concierto masivo sino hasta los 10. No sé si durante aquellos años me lo imaginaba eternamente joven o viejo, como era en realidad. El que siempre emanara tal etereidad confundía hasta a mis propias imaginaciones. Para mí, él era el guapo rubio con la camisa blanca, medio abierta, cuello desacomodado, tirantes y una corbata azul sin amarrar colgada de la nuca. Otras veces era él, semidesnudo, con su mullet cobrizo y un maquillaje entre un Pierrot y una máscara Kabuki, que pensaba me dejaba ver su verdadero rostro, por más pálido que fuera dado lo blanco de la pintura. Una contradicción tomada por la realidad infantil de mis inventos. Si cerraba los ojos, lo veía así, y era lo bueno de esos momentos; podría ser cualquier cosa y yo también, en la seguridad de su musculatura, su carácter y, claro, sus canciones.
Me regalaba una sonrisa jovial, traviesa y sabia a la vez. Se notaban sus años de vida en sus dientes chuecos y no estaba seguro de si su ojo izquierdo, el más claro y verduzco, me mantendría en mi presente de ingenuidad, mientras el derecho, marrón, de pupila tan abierta como un portal de teletransportación encendido, me llevaría al teatro Odeón de Hammersmith, el 3 de julio del 73, sumándome unos años de paso y cambiando mi sexo por el otro. Un cierre de gira, cumpliendo mis mayores fantasías que aún no reconocía propias.
Allí yo, parada en primera fila, y él, como un mesías, a una sola luz reflectora y el piano, empezó a narrar con su hechizante voz de barítono su propia historia en medio de un homenaje a otro como él, que moriría en un accidente automovilístico sólo unos años después, pero no era ninguna improvisación; la canción tenía un año de haber llegado a las tiendas de discos. Supuse que él hasta en sueños tenía esa facultad, la de saber de antemano qué sucedería, y siempre lo anotó con su pluma. Nos contó la escena en la que estábamos: nosotros, la audiencia, ante él, y su banda, que parecía no dejar de tocar nunca para entregarnos el máximo placer. Creí entender finalmente a las desmayadas por el movimiento de caderas de Elvis. Si no me sostenía con firmeza de la valla que nos separaba yo habría sido la siguiente en caer. Las lágrimas ante la belleza de su cuerpo se mezclaron con el sudor y mis piernas eran ya inexistentes para mi sistema nervioso.
Llegó el final del concierto y gritó, mirándome, que tomara su mano porque era maravillosa. Era parte de la canción con la que pretendía despedirse y, quizá, volver al planeta del que llegó en realidad. Me la creí: no sólo era maravillosa sino que me iba a llevar con él. Extendí mi brazo y, mientras sonaba la marcha “Pomp and Circumstance” de Elgar, subí al escenario para ir tras bambalinas, a ese cuarto de espejos donde me vi, fuera donde fuera que pusiera la mirada, con él, haciéndome suya, entre palabras de ternura y un tacto sensible que no temía a ligeros rasguños dada la intensidad del momento. Entre sollozos, asombro, aplausos, luces cegadoras y gemidos agónicos del más eufórico, casi satánico, deseo sexual, mis propias lágrimas reales me obligaron a abrir los ojos y salir de mi fantasía.
Era más pequeño de lo que aparentaba mi imaginario, tenía otro sexo, era otro siglo, otro país por completo. Quise ocultar mi decepción, pero no quería alejarme de él. Supliqué por un viaje matutino, en día de guardar, hacia el norte de la ciudad. Sin poder moverme bien por las líneas del metro con total autonomía, la peregrinación por el tráfico infinito de la ciudad hasta el tianguis de El Chopo pudo haber sido un martirio, pero quizá me querían mucho; entonces un póster para el techo de mi habitación, con su rostro y su cuerpo perfectos a enormes proporciones, como el ídolo vacío de mi ansia preadolescente, era suficiente para aguantar.
Lo pegué con cuadritos adhesivos de la papelería de enfrente a la casa. No sólo era que la cinta no daba con lo rugoso del recubrimiento, sino que tampoco quería interrumpir el continuo de la imagen; quitarle espacio a su hermosura habría sido un acto de herejía. Ahora, cada vez que me fuera a dormir, y cada mañana antes de cualquier tontería mundana, él estaría conmigo y yo me entregaría en devoción; al rocanrol y a un hombre. Sería pésimo creyente de cualquier otro ser o institución, pensaba.
Nadie cuestionó nada; sólo era un fan a destiempo por nacer más de treinta años tarde y la emasculación en casa era algo que no tenía perjuicio. El problema era la calle, la escuela, el mundo exterior, donde mi feminidad bronqueaba a los hombrecitos y su negada fragilidad. Además, aunque empiezo a lamentarlo, nunca fue muy notorio. Estaba en paz con mi póster, mi estampa sacra gigante para un posible mortal, mis sesiones de escucha y un sueño fugaz.
Una noche especialmente calurosa, con todas las cobijas hechas a un lado, en hartazgo por no hallar comodidad, giré mi cuerpo, dando por sentado la magnitud del póster, pues ya se había vuelto un elemento de la cotidianeidad, y una vez más, como si fuera el primer encuentro, como cuando tenía el vientre apretado por el cinturón de seguridad a media carretera, me sorprendí por sus facciones. Estático, el peso de su mirada era cien veces más agobiante. Toda la imagen caía sobre el área de la cama, envolviendo mi cuerpo y yéndose sobre los bordes. Él se apoderó del espacio y, en la oscuridad, sus ojos bicromáticos, apenas distinguidos por mi vista inconsistente, me perseguían, volviéndome minúsculo en el lugar más mío que tenía en todo el mundo: la privacidad de las paredes de mi habitación.
Como si su voz propia y elegante me diera instrucciones, hice un ligero movimiento abdominal para sacarme la camisa de la pijama y usar las yemas de mis dedos para recorrer mis hombros y la planicie de mi torso. Aleatoriamente ejercía presión sobre los poros que se iban abriendo. Mi respiración comenzaba a ser más profunda. Giraba mi cuello, mis orejas se tocaban con mis lisos hombros que todavía cargaban el peso de la infancia. Al dar el movimiento que encontraba el enredo de mi cabello con la nuca, tragaba saliva y sentía cómo se alzaba, de apoco, esa semilla de manzana de Adán. Tocaba la ligera montañita con el dedo índice. Me volví un hombre y, aunque en otros momentos eso me causaba ansiedad, ahí todo era distinto, como si con el mínimo toque de mi cuerpo sintiera el fluir de toda mi sangre en cualquier dirección. Cada inhalación inflaba mi pecho y los músculos de mi rostro se movían para que cerrara los ojos, forzando la imagen: mis falanges se hacían enormes y sensibles. Era su tacto sobre mí.
Un calor febril salía de mis adentros para acompañar el movimiento de mis palmas hacia mi pelvis, con el impulso suficiente para que, sin mucho forcejeo, el pantalón de la pijama fuera un bulto más a la orilla de la piecera. Mis piernas, por fin liberadas, se movían de arriba a abajo, con ligeras flexiones de rodilla, como si fuera una grulla preparándose para emprender el vuelo. Moví mis manos a mi vientre, mis muslos y mis rodillas; acaricié cada parte. Logré reconocer mi cuerpo. Perdí el control de mi respiración, pero nunca me ahogué. Parecía que él me cuidaba de morir; era constante y cuidadoso.
El sudor era prominente en el área de mi pelvis. La humedad estiró la tela del calzón de manera vertical, creando una especie de carpa diminuta. Entonces, vino una punción dolorosa. Por la incomodidad, decidí quedarme sin nada, vulnerable, con toda la zona cercada por la ropa interior pintada de un tono rosado y un poco de ardor. Claro que me pareció extraño el momento; después de tanta sensibilidad, todo se venía abajo con un malestar desconocido. Sin embargo, la punción continuó. Me surgió otro corazón bombeante, urgido de salir entre mis piernas. Seguramente no era eso lo que sentía una mujer al pujar a su bebé fuera de sí, pero algo imploraba que le dejase ir.
Cerré los ojos y, una vez más, con su voz candente cerca de mi oído, le oí decir que lo soltara. No hubo forma de responder verbalmente; mis palabras no salían porque el aire seguía siendo insuficiente. Lágrimas achicharradas por el sudor en mi rostro apabullaron mi mirada. No supe qué fue lo que salió de mí. Traté de detenerlo pero la sensación del discreto, y a su vez apurado, roce de las yemas con la carne de mi miembro le devolvió el poder a mi voz para soltar un gemido de genuino placer. Una sustancia viscosa enlazó mis manos, como si una araña hubiera envuelto mis muñecas con su tela para rezarle a un dios inexistente. Mi trasero descansaba ya en un charco de sudor que mimetizó mi espalda baja con la sábana. Un olor sin igual se impregnó como loción en mi cuerpo.
Se aclaró mi mirada y creí que estaba ahí, él, esa figura santa, la deidad mortal que podía llevarme a una dimensión tan propia como desconocida. Le miré en agradecimiento por hacerme saber que el placer no sólo podría llegar del juego y la comida, que satisfacerse a uno mismo también era una posibilidad. Sabía que, por su ficticia aparición, al salir el sol no podría decir nada. Guardé el secreto entre las puntas de mis dedos, como si se me hubiese otorgado un superpoder. Fue una iluminación; descubrí mi propia sensualidad.
Cerré los ojos y volví a ser la chica en el camerino de los espejos. Él me volvía parte de sí mismo y yo una con él. Los reflejos me hacían ver la hermosura de su cuerpo, estudiada en su postura escénica, mientras yo estaba conociendo la mía, en la complexión que jamás iba a tener. Sabía que a la mañana todo terminaría, pero no sabía si la cosa volvería a suceder en mi subconsciente. Solté y me dejé llevar por el nuevo placer. Ya luego las clases de ciencias, talleres de sexualidad y conversaciones incómodas con adultos responderían las dudas.
Con el tiempo, el secreto pudoroso se volvió común con el resto de personas. Era algo muy normal, pero siempre pactado fuera de lo público. Por su parte, el póster salió de mi habitación, roto y arrugado, para ser suplantado por uno nuevo de algún ser mortal más joven, vestido en una chaqueta de banda militar teñida de negro y delineador, así hasta que venerar las imágenes de otros perdió importancia y mi habitación creció junto a mí.
Un lunes en la mañana desperté con la noticia de la muerte de mi gran primer amor. Llegué a la escuela sin ganas. Mis compañeros hablaban de él con poco respeto y seguían su día con normalidad; cuchicheaban su nombre con pretensiones ambiguas de lamentar una muerte que poco importó. Mientras tomábamos Dibujo, pusieron sus canciones en una bocina, pero yo no quería saber u oír nada, ni siquiera su último álbum que recién salía a la luz. Era demasiado pronto para cualquier forma de tributo. Aún creo que es muy pronto, y casi han pasado 10 años. Me convence decir que nunca llegará el tiempo preciso. No bastaba la explicación realista, ¿cómo?, ¿él era mortal?
Al terminar el día, me quedé dos horas en la banqueta, con la espalda recta sobre el muro de la escuela, sin decir nada, mirando al vacío en la calle de enfrente. Suspiraba, sin llorar, sin bostezar, pero con añoro. No quería volver a casa, quería estar donde él. Me aterraba un mundo sin su presencia y, de alguna manera, el terror se cumplió. Nada, nunca, volvió a ser igual. Deseaba que fuera verdad el mito del hombre que cayó a la tierra, o el de la estrella de rock andrógina que bajaba del cielo a advertirnos de un final. Quería que él fuera un astronauta y que, en vez de muerto, estuviera planeando la forma de regresar, disfrutando la vista desde arriba, como un póster que me mira y cuida, mientras descubro lo eterno de mis posibilidades en plena pubertad.