Relación entre la iglesia y la comunidad LGBT+
Estatus de Facebook Relación con Dios: es complicado
––¿Cómo está tu relación con Dios? ––le pregunta una señora anciana con su biblia en mano y una sonrisa, esperando tener una conversación que, según ella, le cambiará la vida y lo llevará a los pies de Jesucristo en arrepentimiento.
Vestido con la mejor ropa Pride, porque se dirige a la marcha, se siente algo incómodo con la pregunta. De pronto, siente la sangre subiendo a su cabeza; escucha los latidos de su corazón en los oídos, siente que se cierra su garganta y comienza a tartamudear. Muchos recuerdos de experiencias pasadas vienen a su mente, y reconoce que está entrando en modo de pelear o huir.
Juanma es hijo de un pastor. Desde pequeño soñaba con ser misionero en algún país lejano, predicando el amor de Dios. Comenzó a dar sus primeras clases de biblia a los 7 años, dirigir alabanzas a los 16, y a predicar desde el púlpito antes de los 20. Fue líder de jóvenes, ministro de alabanza, y servía en todos los comités que te puedas imaginar. Si había preguntas, él tenía todas las respuestas, las cuales obviamente estaban en su biblia.
Su corazón estaba tan encendido por el evangelio que en una ocasión intentó convencer a sus amigos cristianos en su preparatoria para que iniciaran un club de jóvenes cristianos, con la idea de mostrar el amor de Dios a los no creyentes de la escuela, y que en el receso o en horas libres, se reunieran para tener estudios bíblicos. Obviamente nadie siguió su idea.
––Pfft… ¡Vaya cristianos! Se avergüenzan del evangelio ––se decía a sí mismo con aire de superioridad.
Todo esto sucedía mientras Juanma luchaba en silencio con un oscuro y pecaminoso secreto: estaba enamorado de su mejor amigo.
En las noches, se la pasaba orando y llorando para que Dios lo curara. Definitivamente no quería sentir esto, pero al mismo tiempo, no podía dejar de perderse en los ojos de su amigo y sentir que cada minuto que pasaba platicando con él era como estar tocando el mismo cielo. Cuando sus manos se rozaban por accidente, había una energía electrizante sin comparación que él no podía explicar.
Vivía siempre con miedo a ser descubierto. Sentía que tenía mucho que perder, pues toda su vida fue a la iglesia. Perdería a sus amigos, su familia, sus planes profesionales, su salvación, su vida eterna; todo, por sentir esto. Si alguien se llegaba a enterar de su secreto, estaba perdido. Juanma rezó, oró, y lloró de rodillas; en el altar de la iglesia, cada domingo, cada noche, volvía a llorar y a orar de nuevo
––Por favor, Dios, si me curas, te prometo que te voy a servir toda mi vida. Me convertiré en pastor o misionero, pero quítame este sentimiento; ya no puedo más. O ya de plano, Dios, si no me vas a curar, mátame. ¿Qué sentido tiene vivir así?Juanma siguió llorando, rezando y orando hasta los 27 años, sin ninguna respuesta. A los 28, Juanma dejó de rezar.
La historia de Juanma no es única; me atrevería a decir que muchos de los miembros de la comunidad LGBTIQ+ hemos tenido algún tipo de encuentro desagradable con la religión, pero hay algunos que hemos estado tan metidos en contextos religiosos altamente controladores que es difícil definir nuestra identidad sin nuestra fe.
Son nuestras comunidades de fe (que desde nuestra niñez nos hablaron del amor de Dios y amor al prójimo) las que, al enfrentarse a nuestras preguntas, sentimientos y deseos, no encontraron otra cosa más que etiquetarnos como “abominación”. Entonces confirmamos nuestro más grande miedo: ese amor del que tanto nos hablaron al final sí es condicional.
Sucede lo inevitable; con el estigma y el rechazo, nos vamos de la iglesia heridos, humillados, y en muchos casos, en guerra con estos sistemas que nos condenan por amar como amamos. A pesar del tiempo, cada vez que alguien menciona a Dios, nos viene un sentimiento difícil de explicar; una mezcla de añoranza, rencor, y miedo.
En el camino por encontrarse a sí mismos, algunos tuvieron que matar a su dios para poder permitirse amar, otros aún viven con ansiedad por las enseñanzas coercitivas y controladoras que los condenan al infierno por ser quienes son, y otros más deciden apagar de manera definitiva esa parte de su mente y corazón e ignorar el tema por completo. Pero, parafraseando a Brené Brown, una de mis autoras favoritas, no podemos endurecer nuestro corazón para no sentir dolor y decepción sin tampoco perder nuestra capacidad para sentir alegría y amor.
Hoy cuando me preguntan sobre mi fe, me cuesta un poco explicar mi sistema de creencias. Me recuerda a la opción de Facebook para definir una situación sentimental: Complicado.
Ya hice las paces con mi versión de Dios, para quien yo uso los pronombres: ella, la y suya. Algunos la llaman La Luz, otros La Energía Vital o Conciencia Universal, pero definitivamente ha sido un largo proceso de deconstrucción de ideas, dogmas y sistemas de opresión. Entendí que, como lo dijo sabiamente un querido amigo, “puede ser que la iglesia nos haya dado la espalda, pero Dios (ella) nunca lo ha hecho”.
Aun así, a pesar de estar en paz con mi Diosa, aun me encuentro añorando una comunidad, buscando maneras colectivas de expresar mi espiritualidad. Si creciste en un contexto religioso, tal vez para ti también la comunidad de fe es un pilar muy importante, y desgraciadamente, una de las primeras cosas que se pierde al salir del clóset.
Me gustaría tener una respuesta a este problema, pero no la tengo. Hace varios años que he estado buscando comunidad en mi ciudad, sin mucho éxito. Pareciera que no encajo en muchos lugares. En algunos espacios soy muy espiritual, en otros soy muy homosexual, en otros soy un mundano y libertino, y en otros más, soy un mojigato y mocho. En algunos no me siento seguro de expresar mis ideas, y en otros no siento que me ayuden a crecer.
Parece que es cierto el meme de “El verdadero milagro de Jesús no fue resucitar de entre los muertos; el verdadero milagro es que, a la edad de 33 años, Jesús tenía doce amigos”. Y aunque pareciera un autosabotaje, me sorprendo a mí mismo añorando esa comunidad que me rechazó: la iglesia.
Pero no me rindo, sigo buscando. Mientras más comparto mi historia, más voy encontrando personas con experiencias parecidas, otros Juanmas, Danieles, Saras. Otras personas que lograron reconstruirse y que están intentando florecer después de experiencias religiosas traumáticas. Nuestras historias valen la pena ser contadas. Tu historia vale la pena ser escuchada. Tal vez, y sólo tal vez, compartiendo nuestras historias, encontremos lo que tanto añoramos: una comunidad de corazones que fueron heridos por la religión y que están tratando de sanar su espíritu.