Quedarse es morir
Para Claudia
Fear [...] is the relinquishment of logic, the willing relinquishing of reasonable patterns. We yield to it or we fight it, but we cannot meet it halfway. ― Shirley Jackson, The Haunting of Hill House
La luz de la pantalla del celular iluminaba su cara mientras escuchaba cómo su madre y su hermana cerraban las puertas de sus habitaciones para decirle adiós al día. En el reflejo de la pantalla sus facciones se confundían con los colores de los íconos, creando una amalgama de verdades. Un rostro redondo enmarcado por ese vello que nunca se iba, ojeras permanentes y unos ojos que poco a poco se hinchaban por el destello de un arcoíris de acuarela tricolor en cinco franjas: azul, rosa, blanco, azul, rosa, blanco. Colores que, en esa singular secuencia se cargaban de significado; representando, quizá, lo más definitorio en la cultura, en segundo lugar tras el inescapable susurro de la muerte: rosa para las niñas y azul para los niños. Sin embargo, el blanco, creando liminalidad entre ambos, propone lo indefinido, un limbo que también se puede habitar. Por un instante más durante el día, su realidad biológica —como a mucha gente le gusta insistir— era confrontada por su más grande deseo: ser alguien más… o ella misma.
Con dificultades para mirar por la hinchazón y con un tacto brusco, tratando de encontrar el control de iluminación de su dispositivo, consiguió reducir el brillo para iniciar su búsqueda, descansando sus ojos lo mejor posible (que en realidad era poco). Se había hecho la costumbre desde meses atrás de dormir escuchando audios, supuestamente subliminales, que le llevarían a una “feminización” nocturna e inconsciente. Siempre esperando que al día siguiente, su cuerpo fuera otro y lograra su deseo. Como si las horas de sueño de una sola noche fueran suficientes para revertir el tiempo, estableciendo un pasado inverso a aquel que moldeaba su memoria. Ella sabía que, a diferencia de muchas otras personas como ella, su historia anterior no era realmente alarmante, y eso le hacía sentir que no merecía su deseo; pero no dejó de intentarlo (con el mínimo esfuerzo, pues no estaba lista para afrontar sus cambios en toda su capacidad. Algo quedaba pendiente).
Aún así, fuera miércoles o domingo, por más que escuchara sus audios llenos de murmullos resonantes y voces robóticas, su voz no se tornaba más aguda. Tampoco cambiaba la forma de su cuerpo: no había caderas anchas, piel suave o mayor busto. Era inútil. Pensaba que entre ella y las personas que decidían tomar por fetiche sexual a la feminidad había una enorme diferencia, clara razón por la cual su superstición no era efectiva. Sabía que en realidad tenía que usar ese tiempo para no conciliar el sueño y, en cambio, leer artículos científicos esclarecedores sobre los efectos de una terapia de reemplazo hormonal, o siquiera iniciar por saber cómo, dónde y cuánto implica hacer una criopreservación de semen. Es probable que no lo hiciera por flojera o por miedo. Lo determinante del proceso, por más lento que fuera, no dejaba de punzar en sus ideas. La idea de verse así, tan diferente, era aterradora. ¿Desconocerse o reconocerse? No lo sabía.
Se confesó a sí misma que, por momentos, sería más aterrador lo que fueran a pensar de ella, cómo fueran a actuar con ella en el espacio público, y en especial, la manera en la que eventualmente perdería a mucha gente a su alrededor, cercana o no, por su decisión. De todos los efectos secundarios del estrógeno, el rechazo y la ausencia eran los más peligrosos; y no venían estipulados en el prospecto.
Audios subliminales o no, los ruidos de la noche petrificaban su mirada hacia el techo, con una respiración intranquila que tampoco se iba con la meditación. Cualquier esoterismo fue relegado, inservible para su situación. Su cuerpo, semidesnudo por el calor, no fallaba en hacerle sentir que era demasiado ancho dentro del perímetro del mismo colchón que la vio crecer desde pequeña. Otro de sus deseos era que su soporte nocturno se convirtiera en pecera y le ahogase. Lo que para muchos es una pesadilla recurrente, para ella era la más grande fantasía. Pero siempre llega la hora de despertar.
El falso silencio de la velada la llevó a conversar consigo misma. Había pasado casi todas las noches desde su adolescencia así: replicando momentos del pasado como un plano secuencia ininterrumpido. Seleccionando pequeños factores a cambiar para que todo sea distinto, buscando a qué mariposa pisar, olvidando que ella y la superstición nunca han sido sinónimos. Una rutina que le agotaba hasta que la luz del sol, los carros del tráfico matutino y el calor le hacían saber que, una vez más, todo era igual.
Los pájaros pitaban como si trataran de dar un mensaje. Había un ritmo y un orden, quebrantado. Un único pitido por ave. La melodía se construía a voces. Cada ave daba una sola nota, y eso denotaba que algo era distinto, pero seguía muy adormecida para notarlo. El sudor del cuerpo la hacía pegarse a las sábanas y sentir urgencia por darse un baño. Su desnudez en la regadera era motivo para encorvarse, detestarse, viendo fijamente la forma en la que su estómago formaba un pequeño bulto, el cual siempre buscaba eliminar con un esfuerzo abdominal que le dolía por mantenerlo tantos segundos seguidos. Al abrir la regadera escuchó con detalle cómo el agua viajaba por la tubería hasta llegar a su lugar de salida, y en esas primeras gotas que caen, escasas y tristes, inservibles para el lavado de un cuerpo humano, sintió la caída de sus propias lágrimas sobre su piel. Este llanto ligero no se sentía sobre sus mejillas, sino por su espalda, brazos y piernas. Sus propios lamentos salían de la regadera, y aun así su urgencia por quitarse la sensación a sudor la hizo ignorar el hecho extraño. Pronto comenzó a caer un chorro de agua más contundente.
Escuchó un quejido dentro de su cabeza, una especie de grito doloroso pero acallado, casi susurrado. Se detuvo por un momento, dentro del agua, reaccionando a ese dolor que no sabía bien si era suyo o de alguien más. Mojada, salió a gritar por el borde de la puerta si todo estaba bien. Hubo silencio; la casa seguía dormida. Apenada por el charco que se fue haciendo fuera de la regadera, intentó secarlo con el tapete de baño y su toalla, para continuar con su limpieza corporal. El agua se sentía como navajas, punzando la piel, pero al momento de enjuagar el shampoo, el jabón y el gel facial (que era indispensable), la sensación cambió a una de placer. El frío del chorro neutralizaba la temperatura del ambiente.
Al ponerse la toalla en la cabeza para secar su cabello, el eco que se hacía con el peso de la tela trajo los ruidos de vuelta. Podría haberlos descrito como murmullos: un sonido continuo y difuso que quería ser palabra, pero no alcanzaba; era avasallado por el silencio. Como si alguien quisiera hablarle. Pudo haber pensado que se volvía loca, pero pensó que realmente era el dolor de cabeza por tener el cabello mojado, comprimido, y la cabeza enclaustrada.
Se puso un poco de ropa y bajó a desayunar con su madre y hermana. Era el único momento, hasta el día siguiente, en que las vería. Cada una se movería a casa de sus parejas hasta la mañana (curioso que la decisión fuera en la misma fecha). Su padre no estaba en la ciudad, por lo que se quedaría sola un ratito. La conversación del desayuno fue el recordatorio de toda la comida acumulada que se encontraba en el refrigerador, más un poco de planes para el resto de la semana. Era seguro que no pasaría hambre, sin embargo, su advertida soledad le daba un poco de miedo. Quedarse en su propio silencio prometía llevarla a los rincones más empolvados de su mente. Además, el murmullo no se disipaba. Lo incomprensible de una palabra que jamás llega a ser se perdía entre el recuento de alimentos enfriados. Y sólo ella podía escucharlo, ni su hermana o mamá se detenían en la conversación por algún ruido fuera de lo común.
Se fueron. Subió las escaleras y cerró todas las puertas del piso de arriba para entonces regresar a encerrarse en su habitación. Tomó su copia de Her Body And Other Parties de su escritorio para continuar su lectura sentada en el piso. La creciente ansiedad de la protagonista por volverse la mujer loca del ático estaba teniendo un reflejo en ella. Nunca sucedía algo así con sus lecturas de horror, pero ese día quizá ella también temía volverse el espanto de una casa vacía, mas no abandonada. Dejada atrás por un tiempo sumamente breve pero, en fin, llena de soledad.
Los nervios la estaban distrayendo de su lectura, que en el fondo no quería continuar. De forma súbita apareció la interrupción perfecta: martillazos que se acercaban. Era normal oír trabajo manual por la ventana a ciertas horas del día. La ciudad seguía ahí, con su vida normal y su gente cotidiana. No era la primera vez que sucedía, pero la tensión de la lectura le hizo sentir que el martillar se volvía más fuerte con cada tercer golpe. Cuando los sintió en su puerta, el golpeteo cambió al de una mano. Su hermana y su mamá se habían ido hace ya tiempo, pero no dudó en abrir la puerta, encontrando todas abiertas. De cada una, un murmullo lograba salir, llamándola, quizá.
Ignoró la situación y se puso sus audífonos para seguir leyendo en paz. La música clásica que había escogido para ese libro le venía bien. Podía escuchar cada una de las partes por cada instrumento distinto. Se dio cuenta de que su mente ya estaba dispersa, por lo que abandonó las páginas y optó por una práctica de distracción más obligatoria: comenzó a ver videos en su celular. Dejándose consumir por la información de los videoensayos que gustaba de ver, se le fue la mañana. Queriendo hacer algo distinto, pero no lo suficientemente drástico, cambió de red social, pero deslizar hacia abajo en un sinfín de información espantosa sobre el extremo terror real del siglo XXI nunca es buena opción. Se agotó a sí misma en su ocio, y la pérdida de señal espontánea que la llevó al silencio parecía ayudarla a reconfortarse a sí misma. Quiso volver a su lectura pero los murmullos no dejaban de suspirar con tristeza; no abandonaban su cabeza. Era imposible concentrarse así.
Cansada por el día hasta el momento, sin cerrar la puerta, bajó descalza las frías y polvosas escaleras de la casa para entonces recostarse en el sofá de la sala. Por sus ventanales de piso a techo entraba toda la luz que le quedaba al día. Con todas sus fuerzas, cerró los ojos para obligarse a una siesta. No era una práctica extraña. A veces podía confundir su necesidad de sosegarse a media tarde con un episodio depresivo en proceso; se lo anunciaba a sí misma con regularidad, fuera o no verdad. Aunque no siempre era esa la razón de su cansancio.
Insistió en hacer un intento por apagar los murmullos y despejar su mente. Los ruidos de la calle y los ladridos de los perros de la colonia se disiparon en un segundo. Definitivamente raro. Podría interpretarse como una señal, pero la necesitada paz llegaba, y decidió tomarla. La oscuridad inconsistente por la luz natural que de forma mínima atravesaba sus párpados, sentaba el escenario para un sueño breve. Una de esas imágenes que sólo se logran en la duración sin registro de la noche. Su mirada partía de sí, poniendo el foco en ella vista desde arriba. Su cuerpo, ancho pero poco robusto, contorsionado por los cojines del pecho hacia la cabeza y erecto en la dirección contraria. Dejaba ver la musculatura marcada de sus brazos, la ligera papada que detestaba y, en especial, su altura que, pensaba, era una ventaja, pues se encontraba entre la media de ambos sexos en su nación natal. El cabello se veía tieso y quebrado; largo, seguro, pero más allá de ser el cabello de una chica joven, era el cabello de un metalero sin bañar.
Este era un sueño diferente a otros. La visión de sí misma era demasiado realista y, por lo tanto, le generaba asco. Era un disgusto que no sólo era visible en tanto que la imagen de sí se retorcía, sino que también su omnisciente lo sentía, por separado, en cada órgano sensorial. Sus músculos se tensaron al grado de un calambre y liberaron en un espasmo, para inmediatamente volver a tensarse, como si de Sísifo se tratase. Con sus manos y pies empapados de sudor, hormigueos iban creando una sensación de arena y tierra seca pegada a su piel. El silencio ambiental permitía que el flujo de su sangre, junto a los latidos de su corazón y torpe respiración, fueran estruendosos. Mientras tanto, su boca y olfato se llenaban de putrefacción húmeda, similar a un suplemento de proteína echado a perder.
El aire se filtraba en sus tejidos. Entre todas las repeticiones, la oscuridad se volvía la luz blanca más cegadora para volver, de forma ambivalente, a la oscuridad. Un tronido le deformaba el tórax y el resto de los huesos. Algunos se alargaban y otros se hacían polvo y se volvían a regenerar con rapidez. Sus brazos y pies tomaban la quinta posición del ballet, rompiendo sus huesos para volverla permanente. Su pelvis se ensanchaba, dándole una forma corporal de reloj de arena. De forma fulminante, sus brazos cayeron: uno por el vacío del sofá al suelo, sin poder tocarlo, y otro por debajo de su pecho. Dejando cicatrices y hematomas por cada rincón. Las encías se adormecieron mientras cada diente, uno por uno, caía y salía de su raíz una vez más, en una blanquitud aparentemente estética, pero realmente enfermiza. Finalmente, sus músculos y mandíbula hicieron un último movimiento para otorgarle una sonrisa perfecta de mujer perfecta.
Se sintió y vio muerta por tres segundos. El dolor de todo lo acontecido había pasado en un instante, aunque el proceso se sintiera como un par de horas lentas. Podía descansar en su cuerpo soñado, al fin. Pero comenzó a sentir agujas internas buscando los límites internos de la piel mientras esporas la quemaban para marcar la salida. Entre ampollas comenzaba a formarse en su interior un sistema de raíces que la volvían a petrificar en posición. La sensación de tierra, ahora húmeda, se apoderaba de todo su cuerpo. Brotes comenzaron a aparecer, rompiendo las protuberancias con dolor que se expresaba por un grito ahogado antes de pasar las cuerdas vocales que borraba su sonrisa. Entre sangre, tierra y el blanco de los tallos, fluían diferentes tonos de verde y amarillo para dar inicio al florecimiento de un jardín humano: peonias, orquídeas, amapolas, camelias, begonias, claveles, crisantemos, jazmines, dalias, hortensias y lavandas. Lo más hermoso jamás visto; lejos queda el Edén y Babilonia.
Una gama interminable de colores y formas creaba una nueva capa de epidermis. Sus ojos se abrían al máximo, destrozando sus párpados y creando espinas que se clavaban en los bordes de la mácula. Eso sí, permitiendo el brillo más lustrado posible; sus glándulas lagrimales se llenaron de agua y nutrieron su nueva vida. Eso era ser una mujer de verdad; ese sufrimiento, o eso habían dicho las TERF como argumento todos los días anteriores, y lo dirían en los que vinieran también.
Una risa feliz, aguda y femenina, que reconocía ahora suya, se insertaba en lo más profundo de sus tímpanos con un volumen masivo, dejando resonar, en el eco de su risa —la versión grave y adolescente de la realidad— que años antes había dictado el fin de su pubertad, provocando que todo terminara. Despertó de un salto. Buscando una bocanada de aire, exhaló para regresar a su respiración normal. Débil, se tomó un momento para llorar de verdad.
Gradualmente, su llanto se volvía un grito de desesperación para no pensar, dejar de sentir, soñar, y sobre todas las cosas, perder a los murmullos en los laberintos de lo real. Ahora, despierta, nada se había disipado; y ahora, hiperconsciente de su corporalidad, el murmullo se transformaba. Escuchó sus recuerdos de infancia, mientras que en los desenfoques por los ojos tan mojados e irritados, se alcanzaba a ver cómo la sala volvía a su configuración nostálgica de entonces para verse a sí misma, pequeña, asombrada por su primera muñeca que recuerda tanto haber pedido a sus padres en súplica.
Como con todas las cosas, pretendió intelectualizar su miedo, ahora evidente, y hacer un ejercicio si no intelectual, sí de racionalización. Pensaba que en la zona de la ciudad en la que vivía no había oportunidad para una casa embrujada. Además, las casas embrujadas son perpetuas, y si bien la suya no era ajena a la separación o al cambio, era ilógico creer que esa casa, la que habitaba desde su nacimiento, estuviera embrujada. Claro que, en su juego infantil, había cedido a la superstición ante sus grandes espacios, ventanales y jardín, pero reconocía que no era verdad, que los fantasmas no existían— menos durante el día. Pero era cierto que comenzaba a anochecer.
Su angustia por no saber el origen de los murmullos y por jurarse que era imposible que su casa fuera hábitat para algún tipo de otro se acrecentaba como lo hacían los murmullos, haciéndola dudar de su cordura. Harta, sucumbió ante la necesidad de comerse las uñas y pellejos hasta sangrar. No había hecho eso desde la adolescencia. Estaba asustada, pero ahora de sí misma. ¿Cómo era posible que en un sólo día volviera a aquello que se prometió nunca hacer de nuevo? Corrió al baño por el impacto y dolor de sus dedos rojizos. Sin mirarse al espejo o siquiera prender la luz, abrió la llave del lavabo y dejó que el agua se tiñese de un carmesí burbujeante por el jabón que evitaría una infección en las heridas. Sentía la cutícula en sus dientes, y eso declaró que no tenía en absoluto apetito, por lo que ignoró las recomendaciones de su madre y ni siquiera se acercó a la cocina. Aunque sabía que quizá comer le daría calma, optó por otras posibilidades.
Decidió subir a dormir para finalmente ponerle un alto al día, que no se escuchara ningún otro murmullo o ruido. Que el descanso fuera real; que apagara su mente y, al día siguiente, una vez la casa volviera a su configuración familiar, nada volviera a atormentarla. Apagó su celular sin dudarlo: no le importó si la red o la línea telefónica volverían a funcionar en el transcurso de la noche. Curioso pensar que lo que le faltaba para estar en calma era concentración, y no algo que alejase sus pensamientos de todo lo acontecido. En definitiva, empezaría a procurar más su tiempo compartido. Seguramente eso pondría de lado los malestares comunes de su tiempo a solas en su hogar.
Aunque quisiera dormir, cerrar los ojos no era una opción en ese momento. No había forma de dejar atrás nada de lo que su mirada le había obsequiado esa tarde. La imagen de toda su metamorfosis botánica estaba impregnada con sus olores, pero algo se reflejaba en la ventana de la habitación, y haber visto su cuerpo soñado sólo conseguía que se repudiase más a sí misma. La ventana no sólo la llevaba a la realidad de afuera, sino que dejaba en claro todo lo que era. Tras su figura, las ramas sueltas de la enredadera del jardín tronaban fuertemente y comenzaban a crear una forma humana. No era claro, pero abrazaba a su reflejo acostado en la cama y era notorio que se movía, quizá buscando la entrada perfecta hacia el interior.
Pensando que la superstición estaba abrumándola, cerró la cortina para no hacer más caso a la ventana o lo que sucedía afuera. Sin embargo, como una sombra que tiene que coserse a la suela de un zapato, la figura se deslizó por las ranuras que aún le quedaban al marco y se fundió entre las fibras de la tela para adherirse a la pared, desapareciendo en la oscuridad.
Volteó todo su cuerpo al lado pegado a la pared, queriendo ignorar el amplio vacío entre el librero y la cama, pero un momento de pareidolia acentuó sus propias facciones en las arrugas del muro. Sus visiones estaban ya en todos lados. Cerraba los ojos y se veía horrorizada; los abría, y las marcas del muro se hacían más definidas, su rostro se volvía un blanco sucio por los años, totalmente ajeno. No soñado, no ensartado como un mal recuerdo, perdido por completo. Con temor se volteó hacia el vacío, pero al querer culminar su giro sintió dos manos, con una fuerza que partía de los brazos, tomando sus hombros, jalando para regresar su mirada a la pared. Las dos manos tenían un toque familiar, tal como se sentía el choque de las palmas de sus manos al aplaudir. ¿Podría ser la versión perfecta de su sueño quien quisiera confrontarla? No tuvo tiempo de dar con una respuesta. La risa que antes se hacía aguda ahora se contorsionaba auditivamente hacia su risa natural, sin terapia vocal. La risa de la misma laringe alargada de cuerdas engrosadas que le incomodaba en toda grabación de audio vuelta a reproducir por cualquier bocina. Así, hasta volver a los murmullos.
Sintió como si sus retinas se quemaran al mirar una vez más su rostro en la pared, ahora deformandose con lágrimas que derretían su piel en los grumos del muro. Las manos ya habían dejado de hacer fuerza, por lo que encontró la oportunidad de pararse y prender la luz. Probablemente, como en sus días de infancia, era la oscuridad la que provocaba estas alucinaciones asumidas. Sin embargo, inmediatamente después de oír el clic del interruptor y deslumbrarse un segundo, tres golpes surgieron desde dentro del clóset. Como si alguien llamara a la puerta, como si alguien buscara entrar, o en este caso, salir. La oscuridad no era el límite, ahora todo podía existir.
Sin más que desesperación y torpeza abrió la puerta con manos temblorosas y una postura que apenas la sostenía en sus dos piernas. Intentó jalar la puerta con fuerza, pero sólo logró hacerla rechinar hasta abrirla por completo con extrema lentitud. Entre los murmullos, el chillido de la madera podría quebrar sus tímpanos, pero sin oportunidad de reaccionar al horrible sonido que se emitía fuera de su cabeza, su mirada le hizo saber que no había nada más que ropa arrumbada. Un siseado le dio la sensación de que algo caminaba por sus pies, por lo cual corrió hacia el espacio entre la cama y el librero. Petrificada, se miró en el espejo. Su cuerpo, o el de su reflejo, se distorsionaba para mostrarla a ella… era él, antes de todo. Supo entonces de dónde venían los murmullos, que ahora pretendían hablar.
Entre gruñidos casi rabiosos que daban cuenta de enojo puro y gallos que se disparaban en tonalidades agudas y graves por igual, trataban de salir las palabras. Pero estas no se oían tan a la intemperie como los murmullos previos. Eso tan sólo habría sido una llamada de atención, como todo lo demás. “Malditos adolescentes”, pensó —asustada y sarcástica a la vez— con la mirada fija en el espejo. “Por todo tienen que llamar la atención, haciendo tsunamis en vasos de agua”. Realmente era ella quien lo escuchaba en su cabeza, como un pensamiento propio. Y es que, ¿no era eso realmente lo que ocurría?
Lo que ahora reconocía como su fantasma primero reclamó por quitarle la oportunidad de tener más amigos, varoncitos como él. Con insistencia en su torpeza por correr detrás de un balón de fútbol, que según él habría marcado la diferencia, logrando que le asimilaran por completo sus compañeritos. “Pero qué estupido niño” se dijo, aun sabiendo que el otro aparentemente podía escucharle a la perfección. “Esta no era yo”.
A ti nunca te gustó el fútbol, dijo en voz alta, con atrevimiento desafiante, aún nervioso.
La criatura del espejo continuó con sus gruñidos, aumentando su volumen levemente. Era claro, había escuchado sus pensamientos, y también quería seguir quejándose porque se sentía insultado. Negó con la cabeza, señalando las figuritas de Blancanieves que había heredado de su abuela, ahora mostrando sus dientes sucios mientras emitía sus quejas guturales entre sonidos que únicamente podrían ser símiles de palabras. Giró la cabeza para saber qué estaba señalando, y con cara de hartazgo dijo: ¿Qué tiene de malo? ¡A ti te gustaban las princesas desde pequeña! Ahora resulta que es emasculante para ti. Y ni pretendas gruñir más porque te llamé pequeña. Tú lo sabías también. “Jamás creí que pudieras caer tan bajo”, le dijo en silencio.
Su furia era notoria, no le estaba gustando ser interpelado desde el sarcasmo y la broma. Era demasiado sensible. Quizá por eso no lo querían sus amiguitos, que en verdad nunca lo fueron. Trataba de golpear hacia afuera, con la técnica que había aprendido en clases de karate. Parecía ser más sed de provocar daño que un acto de defensa. Lo habrían reprobado y, además, no lograba nada. Parecía estar encerrado en los límites del espejo; su inminente violencia por ser incomprendido realmente no podía llegar muy lejos. Es decir, no podía salir del espejo. Comenzó a arrancarse la piel de la cara por la desesperación. A la vista no era nada placentero, y entonces ella le pidió que por favor parara. Se estaba arruinando; arruinaba a ambos.
Dentro del espejo el chico, que a ella cada vez le parecía más tierno por más podrida que se viera su carne al fresco, se dio la media vuelta y, bufando, caminó hacia su armario; el de su realidad. Abrió uno de los cajones, y el mismo cajón se abrió frente a los ojos de ella.
—¿Qué estás buscando? —le preguntó, nuevamente en voz alta. Era claro que ella finalmente estaba entendiendo esto de vivir con fantasmas que la gente tanto decía, pero en un sentido literal. Qué difícil es lidiar con alguien que se quedó sin lograr su cometido, alguien fastidiado consigo mismo. Todo el acto sobrenatural comenzaba a darle pena.
El ser sacó una pistola de plástico que ella no recordaba conservar, y comenzó a apuntar de forma amenazante mientras pedazos de piel comenzaban a caerse de sus brazos. Estaba dándolo todo, pero estaba cansándose. Se le notaba en la mirada, otra vez perdida, y los gruñidos que escaseaban, interrumpidos por el asma que aún ella y él compartían.
—Te ves ridículo queriendo ser todo lo que sabes que nunca fuimos —optó por cambiar su diálogo y ver una constante entre ella y su contrincante—. Nuestra infancia fue perfecta como fue. No te das cuenta de que ya no tengo problemas con ello.
La criatura aventó la pistola por atrás y el golpe se escuchó tras los pies de ella. Volteó de reojo y no había nada. La amenaza era visual, no más. Pudo haberlo ignorado ahí, pero el reflejo tomó energías de nuevo y volvió a gruñir con enojo. La señaló con lo que prácticamente era un hueso suelto y vociferó con su voz grave, enfatizando con un leve movimiento de muñeca:
—Tú lastimaste a otras personas. Tú eres hombre porque lastimaste. Jamás serás una mujer de verdad porque te carcomerá la culpa. Eres incapaz de ver que eres, somos, fuimos y seremos, machos. Hombres aunque no quieras. Así naciste y así te quedas. La misoginia nunca te va a dejar libre y ese es tu final. Ningún perdón basta. No significa nada que hayas crecido entre mujeres o jugando con ellas antes de mí. Te abandonaron porque mi cuerpo es distinto, por más que quieras cambiar, tu cuerpo es distinto. Y es mío.
Por primera vez, dejó su extraña pantomima y decidió usar otro lenguaje, con claridad. Ella pensó que no sería posible, pero debió esperar que en algún momento de su encuentro, él trajera esto a la mesa. Aquello que aún le dolía. Por un segundo se preguntó cómo es que un fantasma en descomposición autoinfligida sabía tanto de ella. Se le olvidó por un segundo que estaba frente a otra versión de sí. Regresaron las lágrimas a su rostro. Cerró sus puños, miró firme al espejo y luego de un respiro respondió:
—Tú eres una voz deshecha, y estoy yo ante tus escombros para limpiarlos. Me toca llevarlos lejos de aquí. Te pregunto si no soy yo, en cambio, tu murmullo, tu fantasma, o muerta viviente. Todo eso que sino hasta muy tarde pudo salir —pensó si tenía sentido su intento por voltear la jugada—. Olvídalo. Nombrarme tu deseo, tu envidia y tu fantasma, así como reclamarte que nunca fuimos como quieres hacerme ver, es darte demasiada agencia.
Dio un suspiro haciendo un ligero parpadeo y dijo:
—No tienes poder sobre mí, y de todas formas te amo.
El ser gritó en agonía mientras se arrancaba lo poco que le quedaba de piel en todo el cuerpo para intentar asustarla un poco más. Se dio la media vuelta y, haciendo violentas arcadas y refunfuños, se paró justo detrás de su reflejo real y le tomó los hombros, cosa que ella sintió con asco. Vio cómo la criatura se acercaba a su oreja, con una respiración inconsistente, saliva, sangre y trozos de piel cayendo en su nuca. Cerró los ojos, no por miedo, sino por incomodidad. La criatura moduló su voz una vez más para hacer un perfecto símil a la suya y le susurró:
—Siempre voy a estar aquí. Puedo ser tú hoy, y por más diferente que te veas o actúes, puedo serlo mañana, como puedo ser yo, quien fuimos. Seré ambos; pasado y futuro perdido. Durante todo tu presente, seré tu duelo. Ya nos veremos otra vez.
Abrió los ojos y se miró al espejo nuevamente. No había nada, nadie. Estaba sola. La casa, silenciosa. Sólo se oían los pájaros cantar, en desorden, dándole la bienvenida a la mañana. Al parecer habían pasado horas. Escuchó cómo la puerta del garaje se abría; seguramente era su mamá o su hermana. La señal había vuelto, porque su celular hacía el sonido de una notificación; podría ser su papá, pues ese día volvía a la ciudad. No sabía si intentaría volver a dormir o bajaría a saludar, pero sí sabía que todo, menos su determinación y la de su eterno acompañante, seguiría igual.