Metodologías para una nomenclatura personal
Busco nombres en los créditos finales de todas las películas, en los libros, las canciones, los artículos de Wikipedia, las páginas de 101 nombres para tu bebé y las sugerencias de Yásnaya Aguilar en redes sociales. Nombres anónimos o sumamente ajenos a mi experiencia personal, pero siempre alguno se entrecruza con la realidad, e incluso, la realidad de la ficción: O son muy parecidos a los nombres en mi familia, o son muy anglosajones, élficos, galifranianos, o incluso se vuelven conexiones indiscutibles con gente de mi pasado y mis amistades del presente. También se vuelve un martirio que el primer idioma que registró mi cerebro haya sido el castellano: las terminaciones se hacen restrictivas y sumamente definitorias; tanto así que invertir la decimosexta letra del abecedario con la primera es motivo de risas, porque así se demuestra la insistencia de la virilidad sistemática en todo espacio pseudo-panóptico donde las personas chiquitas gritan al sonido de una chicharra.
Pienso en nombres neutros comunes, como José María, pero es demasiado complejo y, al menos en México, tiene una carga histórica digna de una estatua celebrando la historia maltrecha contada por la Secretaría de Educación Pública. Es decir, no me gusta. Sin embargo, ahora hay días en los que la urgencia se hace mayor; necesito elegir por mí. Por años no me han molestado las elecciones de otros para definirme porque, estés donde estés, “¿quién eres?” obliga a una respuesta de ser ________________. Y es que en verdad se ha vuelto común, pero toda mi experiencia carnal ha estado atravesada por una punta larga, perteneciente al acúleo de la diferencia.
Entonces, es incómodo ser la segunda persona en la línea familiar y el más izquierdo de los guerrilleros argentinos que murieron en La Higuera, Bolivia. Por esa incomodidad, de repente me fijo demasiado en otras historias; por ejemplo, Laura Jane Grace, vocalista de la banda de punk Against Me!. Tomó, cómo muches, el nombre que su madre le habría puesto de haber nacido otra, con el agregado del nombre que un colega suyo le puso a su bebé. Pero no tengo amistades con bebés y tampoco creo que Arlen me venga bien: alguna vez conocí a un trío de hermanas a quienes le decían “las triple A”, por sus nombres. No quisiera que en casa fuéramos las pilas alcalinas de mayor tamaño.
Otra historia es la de Paul B. Preciado, que dejó a Beatriz en una inicial y un punto, como rastro de su historia personal, pero quiso ser Marcos (retractándose casi inmediatamente luego de un bombardeo de opiniones públicas en contra de su elección por un desatinado acercamiento, poco postcolonialista, a la resistencia del Ejército Zapatista de Liberación Nacional), y entonces fue Paul. Ya cargo con la lucha social en la E; la estrategia del filósofo pop español tampoco se logra articular en mí después de todo.
Entro en un bucle de ideas y confusiones, esperando que el torbellino me deje en Munchkinland, como a Dorothy Gale, y me convierta en Ozma, la reina/princesa de Oz que algún día fue Tip, un chico. Pero persiste una clave; preguntarme si lo que quiero es neutralidad o contrariedad, un opuesto simbólico. Ambas condiciones son parte de un posicionamiento político que hace de mi existir un perfecto espejo del unísono sin derechos de autor feminista que grita “lo personal es político”, y por lo tanto, debo tomar una decisión.
Va una lista condensada de nombres femeninos, porque quizá para allá vaya la cosa: Elena (o Len, siguiendo las reglas fonológicas del mixe), Ester, Ada, Nellie, Galilea, Adhara, Loie, Cleo, Renée, y finalmente, Anette y Meilén, nombres con los que en dado momento más me acomodé entre algunas amistades. Al menos por un tiempo. Suceden curiosidades: Ada, Nellie y Loie son oscuras referencias a mujeres que han impactado la historia occidental y mexicana de una forma u otra; Cleo es el nombre de un personaje adolescente de mi infancia, y Renée, uno de mis favoritos, repite grafías con mi hermana; demasiada invasión a su nombre.
Ninguno encaja, y en otros casos, mi cabeza se vuelca en una lógica absurdista; por ejemplo, para no perder la E, quisiera ser Ester, que sí me gusta por españolizar a la protagonista de mi libro favorito, The Bell Jar, de Sylvia Plath. Aún así, no termina de convencerme por aquello de ser Teté, como la canción de Cri-Cri, y eso entre mexicanos es inevitable. Racionalizar la vergüenza y la insistente pregunta por si el origen es una canción infantil lo vuelve un rotundo no. Los otros nombres, o son demasiado bonitos o son sinsentidos, excepto Anette que, si bien llega por una chica contratada por Walt Disney en 1955 para atraer a la juventud a su cine (y recién abierto parque de atracciones), terminó por quedar bien; de alguna forma, dejó de importar el origen.
No obstante, la comodificación de un nombre femenino y su calidez, se vuelve un problema cuando recuerdo que la neutralidad también es una posibilidad que no termina de cuajar en algo definitorio, a excepción de que ser hombre no es algo siquiera considerable. Parece incongruente definir algo con la diferencia porque enunciar lo que “no es” no dice nada sobre lo que “sí es”. Mientras tanto acomodo impacta los sentires, parece que es oportuno y funcional abandonar el primer nombre, como pasó casi toda la infancia, abordando al segundo de forma distinta, para que no pese por la asimilación comercial de la Revolución Cubana. Empapándome de diminutivos, de reducciones monosilábicas que son difíciles de explicar de forma oral, pero son lo suficientemente ambiguas para no causar un malestar. Encuentro un punto medio, cómoda y feliz, transformable a Erandi de forma natural, para cuando decida poner pie en el registro civil y nacer por segunda vez.
Quizá para mí ya no sea el caso, pero le aseguro al resto de lxs aventuradxs en la misma encrucijada: los nombres seguirán flotando y llegando hasta que alguno le cuadre a ese ser a quien le incomoda su cuerpo, pero le sirve nombrar cosas y usar las palabras para movilizarse a un lugar de mayor satisfacción. Al final, es laborioso reconsiderarse a sí mismx fuera de las convenciones ajenas; es un juego de prueba y error que termina cuando los grafemas compaginan una realidad, haciendo de un nombre propio, realmente propio.