La androginia como síntoma incómodo para la medicina contemporánea.
De quistes y pelos: mi experiencia con el SOP
La primera vez que fui con una ginecóloga tenía 15 años. Mi madre, férrea católica, se negó a llevarme con anterioridad, por lo que, al comienzo de mi preparatoria, me decidí y acudí por primera vez acompañada de mi tía, una mujer culta y apóstata. Lo cierto es que yo no quería tomar anticonceptivos para tener el control de mi sexualidad, a la manera de una feminista gringa de la década de 1970 bajo el lema de my body my choice o “mi cuerpo, mi decisión”. Lo cierto es que mi vida sexual había comenzado mucho antes, aunque yo no sentía que podía contárselo a alguien cercano. En este caso, y como casi siempre pasa, la realidad es mucho menos excitante y bastante más problemática.
El comienzo de mi pubertad fue un infierno. Poco a poco, mi cuerpo se transformó en algo casi irreconocible. Desde los 11 años empecé a desarrollar un bigote digno de un preparatoriano cisgénero, mi uniceja se volvió más prominente y mis extremidades se cubrieron de vello. Una línea vertical de pelos comenzó a formarse en mi abdomen. A la mitad de mis muslos se podía vislumbrar un engrosamiento del vello que se volvía cada vez más evidente hasta llegar a mi pubis; ahí el vello creció tan largo que podía cepillarlo con un peine. Mi entrepierna se convirtió en un remolino negro que iba desde la parte baja de mi abdomen hasta mis muslos. Mis nalgas también se cubrieron de vello, aunque menos grueso. Mis axilas portaban más potencia libidinal que las de cualquiera de mis compañeros varones. Cerca de las aureolas me crecieron unos rizos oscuros que, de no haber desarrollado senos, habrían sido una magnífica y opulenta señal de hombría. Los poros de mi cara comenzaron a engrandecerse poco a poco para dar entrada a nidos de pus. Puntos blancos, negros y quistes violáceos inundaron la piel de mi rostro, seguidos por cráteres que me parecían inmensos y poco a poco iban dejando cicatrices como testimonio de su paso por mi cara.
Mi cuerpo sufrió una transformación digna de una película de Cronenberg. Yo, una bola de pelos con protuberancias faciales y los senos hinchados, comencé a sentir que mi mera presencia era ya una incomodidad para cualquier espectador. Toda esta avalancha de lo que era percibido como ”defectos físicos” en el cuerpo de una adolescente se agudizó por el pequeño inconveniente de vivir cerca de la playa, en un lugar turístico producto del despojo sistemático y el mal desarrollo urbano. Los trajes de baño y las albercadas de mis compañerxs se convirtieron en mis peores enemigos. Recuerdo que en una ocasión particular, en una fiesta de cumpleaños a la orilla del mar, un hombre, padre de familia, se quedó mirando mi entrepierna. Yo no pensé mucho en eso, hasta que mi padre me dijo “te tienes que tapar más ahí”, mientras señalaba mi entrepierna. Recuerdo una sensación de confusión porque, después de todo, mi traje de baño era igual al de mis compañeras, hasta que comprendí que el problema era que mi vello púbico se salía totalmente de la zona designada y me llegaba hasta los muslos. Comprendí que era la única “niña” que lucía de manera campante un signo inequívoco de desarrollo sexual, aunque yo ni siquiera había recibido ningún tipo de explicación sobre los cambios por los que estaba pasando mi cuerpo y pensaba que el embarazo sólo ocurría cuando un hombre y una mujer se casaban por la iglesia. De todos modos, mi vulva peluda era ya un problema para hombres adultos.
Con mi primera menstruación, todo empeoró. Sentía fascinación y curiosidad por aquel proceso, pero no había absolutamente nada más desagradable en el mundo para mí que saberme “fértil”. Esta forma particular de disforia fue empeorando con el tiempo. Las pesadillas en torno a la gestación, al sangrado y a mis propios genitales estuvieron presentes a lo largo de mi adolescencia. Un sueño recurrente consistía en mirar cómo mis labios vaginales se desprendían de mi cuerpo y, como si tuvieran vida propia, salían corriendo mientras yo, torpe, trataba de atraparlos para volver a pegarlos en su lugar. Nunca había sentido particular entusiasmo por aquello de lo “femenino”, pero el concepto de la maternidad me causaba muchísimo terror.
Pasaron años hasta que alguien en mi familia finalmente me comprara un rastrillo. Era una situación sumamente incómoda para mí ser juzgada por ser peluda y no poder hacer nada para remediarlo; ni siquiera sabía si yo tenía derecho a pedir ese tipo de artículos. Comencé a robar los de mi papá para usarlos en mis piernas, axilas, brazos, abdomen, pies y lo que fuera que pudiera quitar antes de que el artefacto se volviera inservible. Mi vello grueso nunca pudo desaparecer por completo por más de unas cuantas horas. Eventualmente, mi familia me descubrió y me dio una advertencia que fácilmente pudo haber sido mortal: “si te rasuras con rastrillo, el vello te va a crecer más grueso y te va a salir más”. Tardé años en darme cuenta de que eso era una falsedad sin ningún tipo de sustento, pero antes ya había intentado aparatos eléctricos que arrancaban el vello de raíz, cera, arrancar los vellos con pinzas uno por uno y quién sabe cuántos métodos más. Mis piernas estaban siempre enrojecidas y llenas de pequeños folículos irritados y granitos que se formaban por el exceso de fricción en la piel. Entrar a la playa o a una alberca me provocaba tal ardor que tenía que salir de vez en cuando para aliviarme antes de sumergirme nuevamente.
Después de acudir con varios dermatólogos para tratar mi acné, se agotó todo recurso. La isotretinoina, conocida también por los nombres comerciales de Trevissage, Oratane, Vastionin, Neotrex, Roacután, y muchos otros, no me dio resultados a largo plazo en el tratamiento de mi acné quístico, por lo que varixs doctorxs me recomendaron comenzar un tratamiento de anticonceptivos y acudir con unx ginecólogx. Fue así como convencí a mi tía de llevarme. Mi tía, una mujer sabia, me dio la confianza de entrar sola a la consulta y explicar con mis palabras todos mis malestares. Mi ciclo menstrual era sumamente irregular y sentía dolor abdominal en los días cercanos a mi menstruación. De pronto vino la pregunta terrible: “¿Ya tuviste relaciones sexuales?” Me quedé pensativa y la doctora me miró con sospecha. Respondí que no, pero ella no estaba muy convencida “¿Estás segura?” ¿Cómo explicar que no sabía exáctamente qué actos constituían una relación sexual? ¿Qué pasa con las relaciones sexuales entre personas de diferente sexo pero que no implican penetración? ¿Qué pasa con el dedeo, el sexo oral, anal o la eyaculación? ¿Qué pasa con las relaciones entre personas del mismo sexo? Posiblemente resulte obvio para muchxs que la doctora se refería a penetración o a relaciones sexuales pene-vagina, sin embargo, la pregunta de “¿Ya tuviste relaciones sexuales?” sí tiene una carga ideológica que proviene de la heterocisnorma patriarcal en la que habitamos. A pesar de haber respondido que no, la doctora me realizó un chequeo “de rutina”. Al mirar mis labios vaginales exclamó “no me dijiste que estabas menstruando”. Yo le respondí que no estaba menstruando y dijo “parece que tienes los labios vaginales muy oscurecidos”. Sigo sin entender muy bien a qué venía ese comentario.
Un año después fui con otra ginecóloga. Aprendí la lección de la última vez y le dije directamente que la única razón por la cual yo quería acudir con ella era para ver si podía hacer algo por mi acné. Me hizo un ultrasonido y me diagnosticó Síndrome de Ovario Poliquístico. Después me dijo que lo único que podía hacer por mí era recetarme anticonceptivos. También mencionó que iba a tener muchos problemas para concebir (buena noticia), y que tenía que revisarme los ovarios anualmente para vigilar que mis quistes no me provocaran un cáncer de ovario (mala noticia). Además, me dijo “Es raro que no tengas sobrepeso, porque la mayoría de las pacientes con ovario poliquístico son gorditas”. Y remató con “Por ningún motivo vayas a subir de peso porque pones en riesgo tu salud”.
Nunca supe exactamente en qué consistía eso del Síndrome de Ovario Poliquístico, la doctora no me lo explicó con detenimiento. Yo entendí que los anticonceptivos eran el tratamiento estándar para pacientes como yo porque me ayudarían a disminuir el tamaño de mis quistes. Tardé casi una década en enterarme de cómo funcionaba realmente el síndrome que me habían diagnosticado. La única razón por la cual se recetan anticonceptivos hormonales a pacientes con Síndrome de Ovario Poliquístico es para disminuir el crecimiento del vello corporal. A mí nunca nadie me preguntó si eso era un problema para mí. Simplemente se asumía (y se sigue asumiendo) que el vello corporal es algo indeseable para una adolescente. Lo cierto es que para mí nunca lo fue, pero al parecer sí lo era para todxs lxs demás. La depilación láser no me hizo ni un rasguño; el vello me siguió creciendo como si nada. Yo no quería llamar mucho la atención y por eso opté por rasurarme todos los días, pero lo cierto es que tampoco entendía muy bien por qué los pelos eran tan problemáticos.
El desarrollo de la teoría evolutiva de Darwin sentó la pauta para que gran parte de la población occidental sintiera una fuerte necesidad por diferenciarse del resto de los primates. La falta de vello y la blancura de la piel se asocian no sólo con ideales raciales, sino con superioridad moral. El vello representa todo lo opuesto a la sociedad civilizada: aquello que nos vincula con nuestros ancestros “salvajes”. Mientras más nos alejemos de la naturaleza, más cerca estamos de la pureza de Dios (Haraway, 1989). El vello púbico también, gracias al canon promulgado por la historia del arte, nos recuerda a las trabajadoras sexuales, particularmente a El origen del mundo, de Courbet, que, como mencionó alguna vez un profesor que me dio clases en la licenciatura, “da cuenta de la fertilidad, no sólo por la representación de la madurez sexual a través del abundante vello púbico, sino también por la presencia de destellos que ilustran la humedad que es común en los genitales”. Aquella pintura no fue escandalosa por su desnudez, tan prevaleciente y natural a la historia del arte, sino por el acercamiento y la honestidad con la que se ilustra, precisamente, el coño de una persona adulta. No hay presunción de inocencia o recato, ni la excusa de algún mito griego o bíblico, en cuyo caso hubiera constituido un lienzo más que iría a parar al basurero inmenso que es el arte academicista.
Este sesgo estético a favor de la falta de vello en los cuerpos que se perciben como femeninos llegó hasta la medicina contemporánea y ahora forma parte de un síntoma que debe tratarse y corregirse aunque realmente no constituya un problema para la paciente. En 2021 fui de emergencia a una consulta con un ginecólogo, después de que un paramédico me dijera que tenía riesgo de desarrollar una trombosis a causa de los anticonceptivos orales. El ginecólogo lo confirmó y me indicó que los dejara. Le dije que yo tenía Síndrome de Ovario Poliquístico y que me habían recetado los anticonceptivos como parte de un tratamiento. El doctor me dijo en ese momento que los anticonceptivos únicamente trataban algunos síntomas del ovario poliquístico como el acné y la androgenización, y que no pueden hacer nada para la prevención del crecimiento de los quistes o del desarrollo del cáncer cervicouterino. A mí ni siquiera me funcionó para controlar mis “síntomas” (que eran realmente un malestar social). El doctor me recetó un suplemento alimenticio llamado inositol y me dijo que eso era todo lo que podía hacer para tratar el SOP.
Cualquier persona que haya dejado los anticonceptivos hormonales después de tantos años sabe lo difícil que puede ser ese proceso. Meses de reajuste hormonal, acné descontrolado, caída de cabello, sangrados que parecían eternos y otras cosas desagradables. Descubrir mi propio ciclo hormonal y empezar a notar los síntomas que acompañan la menstruación, la ovulación y la etapa lútea me ha parecido tan terrible como fascinante. La afirmación de “somos cuerpo” jamás me había parecido tan certera, lo cual no quiere decir que los genitales y las hormonas nos definan en un sentido binario del ser “hombre” o “mujer”; los cuerpos existen y los cuerpos importan porque somos cuerpo y los cuerpos no son ni hombres ni mujeres, sino monstruos que representan aquello que Lacan llamaría “el orden de lo Real” (Lacan, 1973) y que a menudo nos resultan ajenos. Tener un cuerpo es, posiblemente, la experiencia disfórica por excelencia. Sin embargo, algunxs deciden posicionarse públicamente desde el no-binarismo como una forma de intentar aliviar el malestar que representa el binarismo de género.
Referencias
Haraway, D. (1989). Visiones primates. Género, raza y naturaleza en la ciencia moderna. Editorial Hekht Colección Tentacular. Buenos Aires.
Lacan, J. (1973). Clase 4. 18 de diciembre de 1973. Seminario 21. Los incautos no yerran. Psikolibro.