Estamos en casa

Estamos en casa

Vuelvo a recorrer el sendero del bosque por tercera vez; he llegado antes de lo previsto a nuestra cita. Finalmente, decido cruzar el puente de los leones que está a la entrada de Chapultepec. Es muy temprano; no hay tanta gente a esta hora.

Aún recuerdo lo que dijiste en la primera cita:

—Para gozar de los museos y su tranquilidad, hay que llegar antes que el de la taquilla. 

Te dije que era exagerado, pero tenías razón: no hay mejor calma para recorrer un museo que la que tiene la hora de apertura.

Me acerco a la taquilla y compro mi boleto. Los años han caído sobre el vendedor (y años no muy buenos); ojeras profundas y casi negras, pérdida de cabello, y noto que sus manos se han vuelto temblorosas y delgadas.

Es momento de subir la enorme pendiente de casi un kilómetro. Para distraer mi mente de la falta de aire por el asma, me detengo unos breves momentos a observar lo profundo del bosque. Es un enorme ente vivo; si escuchas atentamente, puedes oír cómo respira.

Al fondo se ven las ruinas de la vieja feria que poco a poco es desmantelada. Fue en esa feria donde por primera vez te subiste a una montaña rusa; lo hicimos juntos porque tenías mucho miedo, abordaste el carrito casi temblando, pero una vez que terminó, no parabas de pedir que se repitiera:

—Otra vez, otra vez, ¿podemos, amor?

¿Cómo decirle que no a esa sonrisa tan linda, enmarcada por dos hoyuelos? Subimos tantas veces que terminé vomitando.

Sigo subiendo el camino que parece no tener fin, hasta llegar a las puertas de la herrería.

—Puertas que parecen la entrada al Olimpo.

Nuevamente tenías razón; son puertas que dan la impresión de entrar a un cuento de hadas lleno de magia.

En el jardín de las pérgolas, comienzo a sentir un llamado hipnótico que no puedo rechazar. De forma casi ceremonial, le doy tres vueltas al monumento del centro, admirando todos los detalles de la escultura; pareciera que algo le falta, aunque no atino a decir qué es.

Cansado de pensar, decido sentarme en la amplia banca de atrás, esa misma banca donde nos dimos nuestro primer beso, el primero de muchos; a partir de ese momento supe que quería estar contigo toda mi vida, y si fuese posible, toda mi muerte. Después del beso, te sonrojaste tanto que intentaste taparte con la playera, pero no era posible ocultar una cara tan bonita y colorada como las nochebuenas.

Miro el reloj de mi teléfono y casi me ahogo con mi saliva; ¡por Dios santo, ya es tarde! Apresuro mi paso para llegar a la entrada del alcázar, sin embargo, el guardia me dice que debo respetar el orden de visita: entrar por la escalera principal, y después bajar para ir al alcázar. Pienso dentro de mí: “¡Viejo mamón!, ¡¿qué no sabe que el amor de mi vida me espera de ese lado?!”

Me acerco a la entrada principal y pido un mapa, porque ya sabes que cuando me altero, me pierdo hasta en el baño. Subo la dichosa escalera doble mientras refunfuño para mis adentros. Me quejo por ser tan distraído; si no me hubiera detenido en la fuente, habría llegado antes. Cruzo los pasillos mirando el suelo para concentrarme en llegar al alcázar y no distraerme con cualquier cosa.

No sé bien cómo, pero llego a la entrada donde están los carruajes.

—Si algún día nos casamos, quiero llegar en un carruaje como el de Maximiliano. Todos se quedarían con la boca abierta pensando que alguien de la realeza ha llegado, entonces descendería yo, con un atuendo como de ensueño.

Lo dijiste con tanto entusiasmo y anhelo que casi lloras.

Fueron momentos que siempre llevaré en mi corazón, pues no con todas las personas hablabas así; era un lado tierno y lindo, oculto para los demás. De nuevo divago.

Atravieso el estrecho pasillo lleno de monedas, medallas y otras piezas históricas hasta llegar a la terraza de mosaico que parece un tablero de ajedrez.

El aire fresco de la mañana llena mis pulmones; se respira tranquilidad, una como la que no he sentido en mucho tiempo. Avanzo por el mosaico, brincando como si hubiera dibujado un avioncito, hasta llegar al espacio principal, y ahí… ahí estás tú, tu esencia pura. El lugar se llena de una hermosa luz de sol. Al acercarme al mirador que da hacía avenida Reforma, logro ver las cosas como tú las veías: una ciudad monstruosamente hermosa. El aire tiene un aroma floral como el día que te fuiste y todo se siente como si estuvieras a mi lado, tomando mi mano o dándome un tierno beso. Eso, un tierno beso. Estamos en casa.